Dices que no has estado nunca, que nunca la has visitado, te acercas a la orilla, te adentras tan sólo unos pasos en el mar y te detienes sintiendo cómo tus pies se hunden en la arena, un leve estremecimiento, fresco, placentero, recorre tu piel, tus dedos, y te entretienes contemplándolos enormes, como si fueran los de alguien que no eres, estirándose, encogiéndose, deformándose bajo el agua, quebrados por destellos que fragmentan el azul en el que los has sumergido.
Dices que no has estado nunca pero tan sólo es esa travesura que te susurras y no crees, porque a Formentera ya la has imaginado, ya la has soñado otras veces y la has visto en esos instantes en los que te dejas llevar, en los que descubres en ti a esta tierra de contemplación, introspección, de serenidad combatida frente al calor, frente a la deslumbrante blancura de sus playas; en los que reconoces esta promesa de futuro que es el mar, abarcándolo todo, haciéndola infinita, otorgando a esta pequeña isla un atisbo al absoluto.
Porque en ella se intuye un último paso, un último esfuerzo de la tierra por tomar el océano, y tú o yo en pie sobre los acantilados, siendo testigos de esa lucha, y la brisa húmeda que nos abraza y sentimos que la isla somos nosotros, que somos ese diminuto retazo de arena y roca frente a la vida, frente a sus combativas aguas, y sentimos que no somos nada. Pero alzamos entonces la vista hacia el horizonte salpicado de estrellas, bajo la luz del faro, y seguimos con la mirada el camino de la luna sobre las olas, y finalmente, lo somos todo.
Dices que no has estado nunca pero no es verdad, Formentera siempre ha sido tuya.
