Desde los acantilados, junto al faro de la Mola a mi derecha, desde sus playas de arena blanca extendiéndose como brazos que del sol hayan arrancado, desde los campos labrados y aquellos que yacen cubiertos de flores, desde los bosques de pinos y sabinas retorciendo sus troncos en su esfuerzo por vivir y alzarse, desde las aguas que a mi cuerpo deforman cubriéndolo de una patina de azules: yo sueño y veo una isla que cabría en la palma de la mano que un Dios perezoso dejó caer al mar, y la expuso al viento y a las tempestades, al calor y a la sequía, y olvidó al hombre y al paraíso que había creado.
Y el hombre luchó con la piedra y construyó casas del color de la arena de sus playas, cavó pozos, forjó leyes y costumbres, creó danzas y cantos como letanías a la tierra acompañadas por un tambor, corazón y ritmo de una forma de entender la vida y el tiempo.
Pero los indolentes dioses escucharon aquellos cantos y atónitos contemplaron la fuerza del hombre conquistando esas tierras al sol y los mares, su determinación esculpiendo riscos y taludes para extraer la roca de sus obras y utensilios, su ingenio aprovechando audaces el impulso del aire, o cultivando yermos páramos con árboles de deliciosos frutos.
Y los dioses lo creyeron arrogante y tuvieron miedo y sintieron envidia de él, y del océano coléricos hicieron emerger otras islas y arenales como muros infranqueables para confinarlo eternamente de otros hombres que habían de venir y comerciar, susurrando incluso, en los sueños de estos otros, leyendas de terribles serpientes atacando a todos los que se atrevieran a cruzar esos lindes malditos.
Pero incrédulos, los dioses, observaron barcas descender desde las peñas, ocultas al cielo y las aguas en varaderos elaborados con la madera de los bosques, y vieron navegantes sorteando corrientes y bajíos, mostrando la ruta de sus peligrosas travesías a los habitantes de remotos lugares para comerciar con ellos.
Incansables en su perversa venganza, los dioses entonces enviaron terribles epidemias, y el hombre llorando por su historia truncada en estas tierras tuvo que abandonarlas, jurando al sol y a la mar, al viento y a la arena que un día volvería cegando para siempre la mirada cruel y celosa de los dioses.
Aunque éstos, tiempo después, advirtiendo el pertinaz retorno del hombre, aullaron a oídos de sus más siniestros vasallos que surcaran y saquearan estas orillas. Pero el hombre no se arredró y fiel a su promesa construyó torres de defensa desde las que encendían inextinguibles fuegos, que finalmente deslumbraron a los dioses y amedrantaron a su temible séquito.
Victorioso el hombre en esta lucha contra los dioses, ahora sólo tiene que enfrentarse a sí mismo, y aunque quizás sea la última de sus batallas, tal vez sea ésta la más difícil. Pero el hombre y su indómita voluntad ha demostrado a lo largo de los siglos que él ha sido la razón y fundamento de su esperanza y triunfo, y que si no cae en el desvarío, el hombre seguirá siendo hombre aún más en este paraíso.